Columna de opinión de Ignacio Torres, militante humanista.

Por amplia mayoría y en primera vuelta, Luis Arce y David Choquehuanca fueron electos Presidente y Vicepresidente de Bolivia, expresando una contundente victoria del MAS en las elecciones presidenciales y poniendo fin a un gobierno de facto que se instaló hace un año. Es, sin duda, una gran noticia que, además, restablece el camino de transformaciones y avances desarrollado por Bolivia desde el 2006 en adelante, y que son los mejores años en la historia del país, sea cual sea la vara con la que se mida la situación.

Sin embargo, la buena noticia de hoy no debe nublar la capacidad crítica: los excelentes resultados electorales muestran que el Pueblo de Bolivia confía ampliamente en el MAS y en el Proceso de Cambio y que la insistencia con una nueva reelección de Evo y Álvaro García Linera fue uno de los mayores errores de un proceso brillante. Aún con un plebiscito en contra, el Presidente Evo Morales decidió insistir con una nueva reelección al límite de la legalidad, en una medida que tensionó ampliamente la política boliviana, dio pretexto a sectores de derecha para vestirse de ropajes democráticos que no tienen y desprestigió con personalismo y caudillismo un proceso que lo que más tiene a su haber es la inclusión de amplísimos sectores populares en la política y la economía, espacios donde esos sectores habían sido históricamente excluidos.

Por cierto, la decisión de insistir con la candidatura de Evo no fue antojadiza y respondía al genuino temor de una vuelta de la derecha al Palacio Quemado, con el dramático retroceso que eso implicaría y que afectaría de manera muy concreta las condiciones de vida de cientos de miles de bolivianas y bolivianos. Pero los hechos muestran que la racionalidad caudillesca que se impuso temporalmente fue la que más puso en riesgo el Proceso de Cambio y que ahora, con renovación de liderazgos y fortalecimiento del MAS como instrumento político de los pueblos, la amplia mayoría de la población ha entregado nuevamente su apoyo decidido al camino desarrollado desde el 2006 en adelante por el Gobierno masista.

Aquello no es menor y resulta un aprendizaje para todo el continente. En un país que por décadas fue considerado un Estado Fallido, que padece múltiples problemáticas sociales y que vive una diferenciación territorial muy marcada donde el Oriente ha amenazado con el separatismo como herramienta de presión política, no han sido pocos los que han visto en la figura del caudillo la única vía posible para aglutinar diversos sectores sociales e intereses económicos en una dirección común y constructiva. Es de hecho, una respuesta bastante común en la izquierda latinoamericana, desde el chavismo venezolano que ha elevado el culto al Presidente Chávez como una política de Estado hasta el allendismo chileno, donde la figura de Salvador Allende se enarbola permanentemente como una forma de abjurar el desprestigio actual que viven los partidos tradicionales de la izquierda chilena.

Pero los sucesos de Bolivia muestran los límites del caudillismo como herramienta transformadora. Y, por el contrario, muestran como la renovación de liderazgos y el fortalecimiento de la organización política sí son respuestas eficaces en momentos de crisis. Hoy, de hecho, Bolivia tiene un partido nacional presente en todo el territorio, que tiene el apoyo electoral mayoritario de la población y que es el espacio donde se organizan múltiples sectores populares y donde se forman nuevos líderes. Es en base a ello que el proceso boliviano puede vivir una nueva y brillante etapa, que continúe con los logros ya llevados a cabo, corrija los errores desarrollados y asuma nuevas metas para el desarrollo justo, sustentable e integrado del país. Justamente la corrección de la deriva caudillesca es la que está reimpulsando el Proceso de Cambio en Bolivia, y ese es un aprendizaje para observar desde todo el continente.