Carta de José Miguel Ahumada a Tomás Hirsch a en El Mostrador, 11 de marzo 2016.
Estimado Tomás:Me gustaría responderte comentando la que creo es la lógica general del TPP para luego poder, en las siguientes cartas, ir enfocándonos en los temas específicos (tanto jurídicos, como de impactos concretos).
Como bien dices, el TPP es un entramado institucional internacional que restringe el espacio de los gobiernos para tomar decisiones que no sean las de asegurar el libre flujo de capitales (mercancías, productivos o financieros). En ese sentido, ¿cómo categorizar ese tipo de acuerdos?, ¿qué lógica yace detrás de dicho proceso? Digámoslo directamente: el TPP representa el ideario clásico del liberalismo económico, es el más claro sueño de F. A. Hayek en lo relativo a la institucionalidad internacional. En su artículo publicado en 1939, “The economic conditions of interstate federalism”, Hayek sostenía que una comunidad internacional pacífica únicamente podía sostenerse en base a un régimen económico compartido: el del libre flujo de capitales. Sin embargo, el libre comercio entre naciones no es un dato de la naturaleza y Hayek era muy agudo en reconocer que aquello debía ser “construido” política e institucionalmente (he ahí su crítica al liberalismo decimonónico y la retórica del laissez-faire). ¿Qué orden institucional podría llevar en sus hombros las fuerza del libre comercio entre naciones y hacerlo sostenible en el largo plazo? Hayek pensaba que era un régimen federado el que mejor podría velar porque ninguna de sus partes optara por políticas que pusieran grilletes o restricciones al libre flujo del capital, y que pudieran, de esa forma, abrir las puertas al proteccionismo y al conflicto entre países.
Para eso, la solución hayekiana era sacar los temas económicos y sociales del espacio democrático nacional y dejarlos en manos de una tecnocracia liberal supracional. En materia monetaria, los bancos centrales nacionales debían dar paso a un sistema de reserva federal (curiosamente similar al Banco Central Europeo) que tomara el control de la emisión de dinero, mientras que las políticas sociales e impositivas quedarían virtualmente eliminadas por las propias fuerzas del mercado que la federación se encargaría de imponer a los países miembros. Tal como Hayek sentenció en una frase brillante por su honestidad (y por su carácter distópico): “hasta legislaciones como la restricción al trabajo infantil o de jornadas laborales serán muy difíciles de implementar por parte de un Estado individual” (pág. 260).
De esta forma, para Hayek, el precio a pagar por el libre comercio entre naciones es la restricción radical de la soberanía nacional. En efecto, según el autor, “de manera de impedir las evasiones a las disposiciones fundamentales que resguardan al libre movimiento de hombres, mercancías y capitales, las restricciones que serían deseables imponer sobre la libertad de los Estados individuales para la constitución de la federación, tendrán que ser aún más grandes de la que hemos asumido hasta hoy y su poder independiente de acción tendrá que ser limitado aún más” (pág. 261).
El resultado, finalmente, es una democracia nacional donde la esfera económica y las políticas que pudieran intervenir dicha esfera, bajo criterios que no sean los de la competencia capitalista, quedan formalmente prohibidas y entregadas a un cuerpo supranacional liberal y ademocrático. Una democracia moldeada al ritmo del mercado y nunca al revés. Hayek nos llama a no perder la calma y pensar con calculadora en mano que “si el precio que tenemos que pagar para un gobierno democrático internacional es la restricción del poder y alcance del gobierno, es ciertamente un precio no muy alto”.
La Unión Europea y el BCE, la OMC, la ola de TLC de Estados Unidos y el TPP siguen disciplinadamente la utopía hayekiana. Los tres últimos han excluido exitosamente a la democracia chilena de áreas esenciales para todo modelo de desarrollo: controles de capitales, regulación de las inversiones, propiedad intelectual y aranceles. Todas aquellas áreas se han visto supeditadas a directrices y normativas cada vez más detalladas, cada vez más “judicializadas”, cada vez más ensambladas en regímenes internacionales con dudosa credencial democrática (no digamos que la OMC o el TPP se caracterizan precisamente por su componente republicano). No sólo eso, sino que bajo ambigüedades legales quirúrgicamente establecidas (como la “expropiación indirecta”), la frontera entre qué es política soberana y qué es materia de control judicial internacional es cada vez más nebulosa. Se abre la puerta para lo que dices, Tomás: que una amplia gama de políticas sociales o tributarias puedan ser, potencialmente, materia de alegato internacional, violación de reglas supranacionales, materias de juicios en tribunales extranjeros. Es Hayek otra vez: la democracia sujeta a estrictas reglas generales (rule of law) que restringen su “arbitrariedad”.
Y estos regímenes, a su vez, construyen su propia burocracia que aplica la ley, cual policía liberal. Neoliberalismo, policía y burocracia no son contrarios, sino hermanos. El capítulo 27 consolida una “comisión”, grupo burocrático transnacional del TPP que vela por el cumplimiento del acuerdo en los espacios nacionales, con capacidad de solicitar a los gobiernos modificar reglamentos. La soberanía comienza a emigrar. Parafraseando a Saskia Sassen, el Estado se desnacionaliza y se constituyen regímenes internacionales soberanos (cuyas provincias serían los Estados) que no responden más que a las reglas estipuladas de antemano. Bienvenido a la burocracia neoliberal global.
De esta forma, la lucha contra el TPP, como bien indicas Tomás, no es una batalla contra un acuerdo únicamente, es mucho más. Debemos poner el asunto en perspectiva: es una batalla entre la soberanía democrática y los requerimientos antidemocráticos del libre comercio vía sus reglamentos internacionales impuestos por Estados Unidos (¿te has dado cuenta que la izquierda dejó de hablar de “imperialismo” justo cuando Estados Unidos está invadiendo cada vez más áreas de la soberanía nacional?).
Aquella es una batalla que comenzó en los 90 con la celebración de la OMC, de la mano de sus rígidas imposiciones a los países, y la respuesta social que tuvo en Seattle; continuó con el NAFTA, con su imposición de reglas económicas a México (como prohibir el uso de controles de capitales que bien hubieran sido útiles para impedir el efecto Tequila), y la consiguiente resistencia zapatista; siguió con la exitosa lucha de los países de América Latina contra el AMI y el ALCA, impidiendo su implementación; continuó con la réplica de Estados Unidos, con su ciclo de TLC y sus invasiones a soberanías financieras y de propiedad intelectual, y hoy avanza con el TPP. Este tira y afloje entre soberanía y mercado ha sido la batalla secular desde los 90. El TPP es un nuevo intento, un nuevo movimiento de tropas.
Así visto, luchar contra el TPP no debe ser únicamente en base a cuánto limita las políticas industriales (como yo mismo he sostenido en artículos anteriores), o cómo restringe el uso de genéricos o impacta negativamente sobre precios de medicamentos. Esas críticas son esenciales, qué duda cabe, pero deben enmarcarse en una batalla anterior y de más larga data: la batalla por defender nuestro soberano derecho de poder decidir democráticamente qué tipo de sociedad queremos.
Esa creo que es la problemática general y la lógica del TPP, quedan muchos temas que conversar, desde los intereses geopolíticos de Estados Unidos en la región, el verdadero impacto económico y las específicas formas en que se restringe la soberanía. Espero tus comentarios, Tomás.
Revisa la carta de Tomás Hirsch ACÁ
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