Queremos ganar soberanía, soberanía real, y no seguir perdiéndola, progresivamente, en manos de quienes se han apropiado de nuestros recursos naturales. Nos interesa recuperar la soberanía sobre el cobre, el litio, el agua, el alimento. También aquella soberanía que se relaciona con la posibilidad de decidir nuestro propio destino, individual y colectivo.
Sin embargo, esa soberanía abstracta, que tiene que ver solamente con el trazado de un mapa y que nos excluye de poder tomar decisiones respecto al país que queremos construir y de las relaciones con los otros países, nos parece menos que insuficiente. Pensamos que es más importante construir relaciones amigables y recíprocas con un país vecino, que explotar en cólera por la sola posibilidad de conversar la modificación, el ajuste o el intercambio de una fracción pequeñísima de territorio, sobre todo en el mundo intercomunicado en el que vivimos, donde ya no es la propiedad de la tierra lo que determina la riqueza y la prosperidad de un país o de una sociedad.
En oposición a lo anterior, en nuestro país, de tanto en tanto, aparece con fuerza… con mucha fuerza, un sentimiento patriótico tan intenso y tan profundo, como el “amor” que experimentan los hinchas de las barras bravas por su equipo de fútbol. Hay mucha gente que se apasiona con el tema. Se enoja y opina que la soberanía es algo sagrado, que no se tranza. Hablan de la Guerra del Pacífico, de la sangre de nuestros antepasados para conquistar la patria, del tratado de 1904 con Bolivia, de la Corte Internacional de la Haya.
Para aquellos adoradores de los límites y de los tratados, Florcita Motuda, con sus declaraciones, se ha comportado como un diputado irresponsable e ignorante; un payaso que habla tonteras y que, para rematarla, quiere regalar nuestro mar a Bolivia. ¿Cómo es posible que personas como estas, ocupen un cargo tan importante en el Congreso de Chile?, se preguntan.